Monday, April 11, 2011

TRANSICIÓN

Como a los cuatro, tenía varios objetos preciados (hoy en día, sin ir más lejos, tengo: una Victorinox tailored que me regalo Juan, un gatito todo hecho como de alambre e imán que me compré en el MOMA, un libro de fotos de gatos en grecia que se llama Cats in the Sun, y mi ipod viejo). A los cuatro, entre otras cosas, tenía un sapito minúsculo que me había venido en un chocolate Jack. Esos premios que te sorprenden, que te vienen en vez de un horrible y aburridísimo, no sé, Guasón.
Más adelante, la vida habría lanzado al patio de casa al Hombrecito Reynaldo Jacobo, para luego quitármelo en la precordillera mendocina.
El Hombrecito había viajado por años, en una bolsita que colgaba de mi cuello y transportaba, también, mi juego de tinenti. Oh, esta vida dementora!

Lo del sapo fue mucho antes.
Recuerdo Nuñez.
Recuerdo sábado a la tarde.
Y el muñequito que no aparecía.
Recuerdo el pánico y la desesperación.
Recuerdo mirarme las manos y reasegurarme de que no lo tuviera agarrado.
Y buscarlo. Buscarlo por el living.
Y que mamá y papá estuvieran en el sillón con capitoné y que no comprendieran la importancia de mi empresa y ni se molestaran en ayudarme a buscar.
Recuerdo escuchar música de fondo. Así, como un zumbido que contextualizaba mi angustia. BZZ BZZZZZZZZZ. Un zumbido.
Y que debajo del sillón beige (que luego fue marrón, que luego fue azul) estuviera My Precious.
Y acunarlo en mis manitos flacas, y acercármelo a la cara, consolándome y consolándolo.
Y que se hiciera la luz.
Y que el zumbido se transformara en Creedence Clearwater Revival y que mis viejos permanecieran inmutables, ridículamente inmutables tras el antes y después que acababa de revelárseles delante de los ojos.

Tengo 35 y te la cuento así.
You go figure.